"Entre la cirrosis y la sobredosis andas siempre, Princesa..."
Joaquín Sabina
Se llamaba... no recuerdo, no sé. Lo que sé es que todos la conocían como "la zurda". Era la más mexicana y universal mujer que podrías haber conocido. El rojo era su vestido de todos los días. Fumaba y a veces le daba por el tequila. Todos la conocieron por sus discursos combativos, porque la pobreza le preocupaba y la construcción del hombre nuevo la ocupaba. Dicen que cuando joven muchos le ofrecieron dinero, joyas, autos, estar bien (o bienestar). Pero ella les sonreía lastimera, sarcástica, compadeciente, y enseguida los mandaba a la mierda. Así. Sin más. Cuentan también que muchos la defraudaron, a ojos vistos, sin el menor recato, pero ella conservaba viva la esperanza, la dignidad, la rebeldía. La lucha por un mundo mejor.
Lo cierto es que por su vida pasaron muchos -y muchas- que le querían, que le respetaban, o que la odiaban y la vituperaban. Pero ella se sabía digna, irreductible, irrenunciablemente zurda, auténticamente roja.
Hasta que un día todo cambió. Conoció a un fulano y él la sedujo con palabras dulces, con la modestia que tienen los que no tienen mayores cualidades. Todo empezó como el idilio de dos adolescentes que ya no lo son tanto. Miradas, acercamientos, la sana distancia, el beso furtivo que sabe a acuerdo político. En fin, fruslerías así.
Sin darse cuenta, ella fue distanciándose de quienes más le querían. Un día abandonó sus discursos combativos, al siguiente sacó un espot donde pedía perdón por tener dignidad. Poco tiempo más tarde, se vio al espejo y lloró por ser radical y no agradar a su nuevo proxeneta. Luego vinieron en cascada las noches en que él -su nuevo dueño- la alquilaba al mejor postor (aunque también hacían uso de ella la banda de hijos de puta que acompañaban al "chulo" de "la zurda").
Así que él, subrepticio y fanfarrón, pusilánime y lastimero, cualquier tarde de otoño, en que ya la sabía suya, dijo a "la zurda" que el rojo no le iba bien, que además, el vestido estaba pasado de moda, "anacrónico y marchito". Le regaló un vestido ridículamente azul pálido. La invitó a una fiesta del circo donde él trabajaba y la presentó a sus amigos. Todos ellos igual de patéticos: el enano alcohólico que se creía capitán de un navío de gran calado; el otro, un titiritero que no tenía manos; la mujer con barba y sombrero de charro; los siameses que se disculpaban y se exculpaban de su mediocridad... y un sinnúmero de personajes más.
Ella, tímida pero obediente, sonrío. "Mucho gusto", les dijo. Sonrisas, bienaventuranzas, bonanza, jauja, copas, el bullicio, la euforia. Luego, ya sabes, la orgía, la bacanal. El "padrote" de ocasión, supo que su obra maestra estaba lista. Había convertido a la dignidad en prostituta, a la combatividad en sumisión, a la rebeldía en un ente sin voluntad. Había culminado su obra: terminar con "la zurda" que se vestía de rojo.
Después de un tiempo, o a la mañana siguiente, cuando todos terminaron de usarla (porque ése es el término exacto), "la zurda" se vio nuevamente al espejo. Se dio asco, su aspecto era aún más vomitable que el sexenio de Mr. Prozac. Entristeció. Su metamorfosis era, había sido, sería, para siempre, el acto más deleznable que pudiera haber permitido.
¿La moraleja? No, no la hay. La banda de hijos de puta sigue siendo lo que eran (creo que hasta una casita amarilla tienen), el padrote de sonrisa cínica y zorruna sigue siendo pusilánime (pero dirige la casita amarilla), el enano de circo sigue donde estaba (con alcoholismo y megalomanía) y el mundo, el mundo sigue girando (con o sin metamorfosis). ¿La zurda? secuestrada, emputecida, abandonada, dando lástimas. Dicen que ahora anda por los bares ofreciendo su cuerpo como capital político a cualquiera que le pueda dar un par de prerrogativas y fuero.
ulises palacios