Hay cosas que existen como parámetros inamovibles de las capacidades humanas, sobre todo en las noches, cuando nadie habla.
Era, supongo pero recuerdo, en el ochenta y seis: la efervescencia de los triunfos volvía olvidadiza a la gente. Yo no sabía cuántos años debía decir míos. Tenía la Noche y tenía un muro grueso, húmedo. La cama dejó de funcionar, así que bajé los pies tanteadores de la oscuridad intacta, serena aún conmigo. Pegué los oídos al ladrillo que repetía el eco de una fuente cercana. Al otro lado había gente: hablaban, unos bajo el sonido de la música y otros sobre el eterno chillido de los micrófonos improvisados. Cualquiera se preguntaría que hacía allí. Yo no. Estaba descalza, pero más sola que descalza, con tantas palabras a mi alrededor que no podía asimilar para que atravesaran la muralla calada. Lloré doloridamente, como queriendo Hablar. Aprendí en ese momento a Leer: de oído, de madrugada, a solas. Todavía leo, continuando sin darme cuenta con la paradoja inaugurada.
Tuve tiempo de encontrar figuras y relieves en lo alto. Por esos años, siempre se voltea hacia arriba con asombros renovados si constantes. Toqué la madera de la puerta, escuché el ruidito de la fuente, distinguiendo la buena música de la otra que apenas sobrevivía en la embriaguez que todas las playas convocan en el alma de los invitados y me senté, invadida de llanto, como en tregua con mis pies.
Así el Tiempo de un trago, resignada por una cuestión tan vana y pesada como el designio de traducir eternamente. Al fin ésa sería mi vocación de puro empeño: traducirme el Mundo, traducirle el mío. Me impusieron la fe en lo leído sin saber que no era un castigo; sin embargo debía fingir para que el placer no me fuera arrebatado. Y crecí como crecen las higueras: rastreando el solo olor del agua, mientras esperan. Aprendí que tocar es leer, que escuchar es leer, que al nadar también se lee, que existir es leer.
Pasé por última vez mis brazos y todo el cuerpo blando por la muralla. La música cesó por un momento, mi voz –cuál voz: espasmo- fue motivo para que vinieran a rescatarme. Alguien, tal vez Ella, me puso frente a su pecho, pasando una mirada acariciadora entre mis cabellos, insuficiente, creyendo de verdad que estaba a salvo. Hacía un buen rato que los ojos se habían dilatado de la mano del silencio. Habían pasado ya muchos ríos en los que me abandoné. La noche que leía, encontrándome, hizo de mí un caso perdido.
Todas las búsquedas, aunque sucedan en futuro, tienen como meta un punto del pasado, aquel en que partimos, reduplicándonos por siempre. Para los que tomamos el camino curvado, con maleza de palabras de vellosidades finas, es exploración; una que, como todas, siempre tiene arañazos y tiene también un extático panorama al final. A lo largo de mi vida buscaré lo que perdí esa vez y todo lo que pueda decir no será, quizá, más que lo que leí a solas, de noche, sin saber leer. No traduciré las cosas que existen, sino las posibilidades de que existan: en las que son.
Mi muralla tiene tres lados; puede, igual que cualquier muralla, saltarse. Erigida con espacios en blanco al encontrarnos el Silencio, filtra su espíritu por medio de sí misma. Prodigiosa y salvadora como el flotador en el oleaje, en la marea de las palabras, se dice.
Era, supongo pero recuerdo, en el ochenta y seis: la efervescencia de los triunfos volvía olvidadiza a la gente. Yo no sabía cuántos años debía decir míos. Tenía la Noche y tenía un muro grueso, húmedo. La cama dejó de funcionar, así que bajé los pies tanteadores de la oscuridad intacta, serena aún conmigo. Pegué los oídos al ladrillo que repetía el eco de una fuente cercana. Al otro lado había gente: hablaban, unos bajo el sonido de la música y otros sobre el eterno chillido de los micrófonos improvisados. Cualquiera se preguntaría que hacía allí. Yo no. Estaba descalza, pero más sola que descalza, con tantas palabras a mi alrededor que no podía asimilar para que atravesaran la muralla calada. Lloré doloridamente, como queriendo Hablar. Aprendí en ese momento a Leer: de oído, de madrugada, a solas. Todavía leo, continuando sin darme cuenta con la paradoja inaugurada.
Tuve tiempo de encontrar figuras y relieves en lo alto. Por esos años, siempre se voltea hacia arriba con asombros renovados si constantes. Toqué la madera de la puerta, escuché el ruidito de la fuente, distinguiendo la buena música de la otra que apenas sobrevivía en la embriaguez que todas las playas convocan en el alma de los invitados y me senté, invadida de llanto, como en tregua con mis pies.
Así el Tiempo de un trago, resignada por una cuestión tan vana y pesada como el designio de traducir eternamente. Al fin ésa sería mi vocación de puro empeño: traducirme el Mundo, traducirle el mío. Me impusieron la fe en lo leído sin saber que no era un castigo; sin embargo debía fingir para que el placer no me fuera arrebatado. Y crecí como crecen las higueras: rastreando el solo olor del agua, mientras esperan. Aprendí que tocar es leer, que escuchar es leer, que al nadar también se lee, que existir es leer.
Pasé por última vez mis brazos y todo el cuerpo blando por la muralla. La música cesó por un momento, mi voz –cuál voz: espasmo- fue motivo para que vinieran a rescatarme. Alguien, tal vez Ella, me puso frente a su pecho, pasando una mirada acariciadora entre mis cabellos, insuficiente, creyendo de verdad que estaba a salvo. Hacía un buen rato que los ojos se habían dilatado de la mano del silencio. Habían pasado ya muchos ríos en los que me abandoné. La noche que leía, encontrándome, hizo de mí un caso perdido.
Todas las búsquedas, aunque sucedan en futuro, tienen como meta un punto del pasado, aquel en que partimos, reduplicándonos por siempre. Para los que tomamos el camino curvado, con maleza de palabras de vellosidades finas, es exploración; una que, como todas, siempre tiene arañazos y tiene también un extático panorama al final. A lo largo de mi vida buscaré lo que perdí esa vez y todo lo que pueda decir no será, quizá, más que lo que leí a solas, de noche, sin saber leer. No traduciré las cosas que existen, sino las posibilidades de que existan: en las que son.
Mi muralla tiene tres lados; puede, igual que cualquier muralla, saltarse. Erigida con espacios en blanco al encontrarnos el Silencio, filtra su espíritu por medio de sí misma. Prodigiosa y salvadora como el flotador en el oleaje, en la marea de las palabras, se dice.
berenice castillo
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